sábado, 13 de junio de 2009

Mirese el martini

— Jefe, ponte otra por aquí.

E iba ya por la octava. El bar estaba oscuro, pero aun se podían distinguir distintas sombras indefinidas que se movían como pequeños duendes atareados en vaciar el contenido de sus vasos con un grado de eficiencia digno de un estibador irlandés. El parecía dispuesto a seguir el ejemplo del Sr. Morrison y a pedirle al camarero que le dejara dormir en su cocina de almas, pero este parecía bastante reacio a ello, ya que agarraba la escoba con ademán amenazante, listo para limpiarle la cara al primero que se pasara de listo echando babas encima de alguna de las numerosas mesas que había en el local.

Volvió a mirar a su alrededor. Curioso, una de las formas oscuras despuntaba definiéndose hacía el. Una sombra morena con unos ojos de un verde moteado de marrón y numerosas pecas recorriendo su rostro, que convertían su mirada morbosa en algo más que en simple picardía, se acercaba despacio hacia él. Le observó un momento y sonrió de la misma forma en que podría haberlo hecho Robespierre mientras recogía la cesta de mimbre con la real cabeza.

Consiguieron entablar conversación por encima del ruido de la música y la dislexia habitual en bebedores compulsivos. Nada original: obviamente, ambos iban por ahí, apartados de su propio grupo de amigos en cuanto se giraron a saludar a un conocido, aunque nunca demasiado lejos del tequila y el limón. Se acercaron a la barra con ánimo de pedir la penúltima, y el camarero les sirvió a condición de que se fueran inmediatamente después, no sin antes entornar los ojos con desdén hacía él, como si no fuera la primera vez que le veía terminar la noche en tan buena compañía.

Abrió la puerta del bar con cierta dificultad, pegado como iba a la lengua de la chiquilla, mientras esta fingía buscar su mechero en el bolsillo de atrás de sus vaqueros con cierta impaciencia. La noche era cálida con una ligera brisa, perfecta para disipar vapores alcohólicos y levantar un poco la falda de una mujer sin que se diera cuenta. El propuso su casa mientras miraba con claridad a la chica por primera vez a la luz de una farola cercana: parecía exhausta y a la vez dispuesta, con una expresión felina en el rostro.

En ese preciso momento él se tambaleo ligeramente, mostrándole a las claras que no estaba demasiado dispuesto para llegar muy lejos a pie. Ella lo adivinó, y lo llevo de la mano hasta un bloque de edificios cercano al bar. Mientras, él buscaba sin darse apenas cuenta por el bajo ombligo de ella, provocando su sonrisa, reflejante de una luna que se alzaba perezosa sobre ellos, brillante como nunca y acogedora como siempre.

Subieron en el ascensor entre sudores fríos y pequeños gemidos. Él no cesaba de empujar su cintura contra la de ella con ansiedad, buscando su tácita aprobación, su salvajismo innato. Ella reaccionaba bien, moviéndose acompasadamente y buscándole entre los pantalones con una mano mientras la otra le agarraba firmemente por la nuca.

Llegaron por fin al piso indicado, demorándose bastante con la puerta entreabierta. Ella se concentró en la difícil tarea de buscar sus llaves mientras las manos de él buscaban oro debajo de su tanga y su cintura se le clavaba sin piedad, mientras su boca le devoraba el cuello con salvajismo.

Entraron casi al trote en la habitación de ella, entre risas y susurros divertidos. Parecía estar especialmente dispuesta para lo que iba a ocurrir, ya que un par de velas estaban colocadas en el escritorio, sin ocultar un par de preservativos a su lado.

Cayeron en la cama a toda velocidad, mientras se esforzaban por desvestirse el uno al otro con la mayor rapidez posible. Sobre este particular nada hay escrito: manos, pies, dientes; todo vale para deshacerse de todas las prendas lo antes posible.

El se puso encima, dispuesto a terminar aquella noche de sábado con un clímax en toda regla. Listo para soltarlo todo, como quién dice. Y en el preciso momento en el que la lengua de ella se paseó muy cerca de su campanilla, eso fue, sin previo aviso, lo que hizo con toda exactitud: dos martinis de aperitivo, una pinta de cerveza rubia, dos whiskys con coca-cola, tres chupitos de tequila con limón y un vodka-limón salieron a toda velocidad por el mismo sitio por el que habían entrado, provocando una pequeña catarata que fue a parar al interior de la garganta de ella primero, para después pasearse con placer por su cuerpo desnudo y deslizarse entre las sábanas hasta el suelo, completando una escena tan repulsiva como dantesca.

Ella no tardó en salir despedida hacia el baño para hacer lo correspondiente a tan grata muestra de afecto, mientras él observaba mareado la obra artística que había creado sin aparente esfuerzo y se planteaba diversas forma de suicidio sin dolor.

Si beben, no conduzcan. Si conducen, no beban. Y si pretenden follar en mal estado, mejor excúsense, disimulen, digan que con mucho alcohol no pueden levantar grandes pesos como los disponibles, esperen, y aunque sea con la peor resaca del mundo, háganlo por la mañana. La oscuridad del amanecer ahorra accidentes domésticos y asesinatos imprudentes. Avisados quedan.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Que grande, siempre ese maravilloso toque al final ^^. Me encanta.

Saludos.

Sturm dijo...

¿Quién es?

La noche dijo...

Bfff, aún con ese final...

Rebe dijo...

EXCELENTE